Paseando a Mister Jim

Paseando a Mister Jim te das cuenta de que la vida es eterna, su vida. Se centra en sus paseos, que son los míos, y la espera de sus paseos, sus latas de comida que le pongo, y la espera hasta sus latas, mis caricias y la de todos los niños que encuentra, las de Max y las de Vio. La vida para él es eterna como un helado de domingo, o cuando no es buena, como las cenas con verdura de mi madre. Pero Jim nos da esto, una eternidad despreocupada de su fin, una vida sin muerte, un conejo en la viña de atrás de mi casa, o el simple perder y encontrar la pelota que nunca, nunca, coge al vuelo. Pero él no se acuerda y todo es fantástico, y mueve su rabo, y se viene corriendo en busca de un abrazo. Mi perro, Jim, se muere, pero él no lo sabe.
Cuando salimos a caminar, a pasear a Mister Jim, es como si saliéramos primero él y luego yo; Mister Jim tira de la correa como si no hubiera un mañana o como si tuviera que entrenarse para miles de ellos. Se sabe el camino, pero siempre hay alguna cosa interesante, nueva, un olor aquí, otro allí. Se conoce donde están los perros de los vecinos y te das cuenta de que se prepara para gruñirles, para ladrarles, a saber, que les dice, pero seguro que no lo aprecian, a Mister Jim no le gustan los perros, porque a pesar que él no lo sepa y sea uno de ellos, los desprecia porque él es inmortal, y el resto no.
Mister Jim tiene un cáncer galopante que se lo come por dentro pero él no lo sabe, y por mucho que cada noche se lo cuente para prepararlo, él me sonríe, medio gruñe de placer y me mira como si no fuéramos a morir nunca, se pone pananza arriba y suplica que le rasque con un mantra infinito de caricias al vuelo y carantoñas sin fin. La vida de Mister Jim es eterna, como un camino interminable que se compone de latas, siestas, paseos y caricias, alguna reprimenda, y millones de abrazos. Le gustan los niños, porque a pesar de sus once años, él es como ellos: eterno, sincero, transparente, pegajoso, sucio, y ruidoso. Si, Mister Jim es un niño eterno, un perro eterno, mi perro que se muere sin saberlo con una sonrisa en los labios y su mirada que siempre espera algo, algo más, un minuto más.
A veces, de noche, cuando duerme en el suelo a mi lado, en su cojín afelpado y mullido, Mister Jim caza conejos que no existen más que en sus sueños, se estira, y se recoge, y es verdad que sus sueños son cada día más largos, pero siempre, al alba, como si todo fuera nuevo se despierta despeinado y juguetón, y viene a lamer las baldosas de la ducha, mojadas de agua caliente y jabón, como preguntando cuanto tiempo tardaré en salir de ella y darle un trocito de salsicha.
Mister Jim empieza un nuevo día en su vida eterna que cada día tiene menos días, y menos horas y menos caricias y menos latas y menos paseos, y menos sonrisas y menos estar a nuestro lado y menos de todo y mas ausencia…. Y él no lo sabe, y yo no lo entiendo, y se me hace un mundo entero, y un nudo en el estómago, y le sonrío, y le pregunto si iremos a pasear por la tarde, porque al fin y al cabo paseando a Mister Jim te das cuenta que la vida es eterna, aunque no sea verdad para nadie más que para él.

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